domingo, 20 de marzo de 2011

Llega a su fin la era del transbordador espacial

El próximo 19 de abril, el Endeavor clausurará su carrera. El Atlantis lo hará el 28 de junio.

La máquina voladora más audazmente construida en la historia humana se yergue erecta sobre su plataforma de lanzamiento como una bestia encadenada a un altar de concreto. Tras meses de estar sometida a reformas exhaustivas en su piel, sus huesos, sus nervios y hasta su cerebro, está lista para remontarse de nuevo al espacio por vigesimoquinta y última vez.

Este 19 de abril, a las 7:48 de la noche, el transbordador espacial Endeavour clausurará su carrera. Su hermano Atlantis lo hará el 28 de junio, para terminar así 30 años de la era del shuttle con un memorable canto de cisne: el que presagia su propia muerte.

Un batallón de especialistas se inclina solícito sobre el Endeavour. Es un momento emocional. El fin de la flotilla de orbitadores marca el fin de la carrera de muchos de sus papás humanos. No es solo la parte financiera, sino la sicológica. Es perder el sentido del propósito profesional. Es no volver a cruzar por las mañanas el hangar donde el avión espacial es amamantado entre cada misión.

La Nasa debe retirar, por órdenes presidenciales, la flota de transbordadores, dejar a las empresas privadas tomar el control de los viajes a órbita baja y enfocarse en poner astronautas sobre un asteroide y luego en Marte. Cuesta adaptarse a un cambio tan radical.

La misma atmósfera extraña reina entre los periodistas. A punta de vernos durante las décadas que llevamos cubriendo la espectacular coreografía de un lanzamiento, nosotros también nos hemos convertido en una familia, y el centro de prensa es nuestro refugio.

Allí intercambiamos los últimos chismes del programa espacial, discutimos la ciencia arcana de poner un vehículo en órbita y competimos ferozmente por uno de los 16 puestos para ver un despegue desde lo alto del gran edificio de ensamblaje.

Fantasía de la ingeniería

Voy a echar mucho de menos al andamiaje de cohetes de 56 metros de altura que hace 30 años se convirtió en la fantasía de la ingeniería hecha realidad. Ahora mismo está envuelto en una matriz de cables y tubos vitales, que se abrirá lentamente unas horas antes del despegue. Su componente principal, el orbitador, tiene el tamaño de un DC-9 y está asido a un enorme depósito externo que contiene un tanque de oxígeno y otro de hidrógeno líquidos para alimentar sus motores principales.

Ese tanque anaranjado, que semeja una crayola gigante, está cubierto de una capa de espuma para aislar el frío al que está sometido el combustible líquido. Esa espuma se agrieta y salta en trozos endurecidos con gran fuerza bajo las presiones del despegue. Uno de esos trozos fue el causante del accidente del Columbia, al abrir un agujero en su ala izquierda.

La colosal crayola, a su vez, está unida a dos cohetes de combustible sólido, llamados propulsores, que están a los lados del andamiaje y cargan con todo su peso sobre la plataforma. Justo antes del despegue, la estructura pesa 2 millones de kilogramos, el 90 por ciento constituido por combustible. Es un momento dramático, rebosante de anticipación; el transbordador suelta vapores como si fuera el respirar de una cosa viva.

La ventana de lanzamiento puede tener solo unos cuantos minutos de duración. Está regida por la mecánica orbital y definida por la posición del lugar de destino, por lo general la Estación Espacial Internacional (EEI), nuestra casa-laboratorio en órbita permanente desde el año 2000, cuya construcción fue posible gracias al trabajo de carga del transbordador, que llevó la mayoría de sus componentes al espacio para ensamblarla.

Seis segundos antes del despegue se encienden los tres motores principales, que producen un empuje de más de 450.000 kilogramos. El orbitador, aún asido a sus sostenes, se mueve ligeramente hacia adelante y hacia atrás, como una palmera.

Los computadores de a bordo verifican sus sistemas cientos de veces por segundo, y proceden a encender los dos propulsores en forma de lápiz. Estos cohetes blancos son máquinas feroces. Rellenados con más de 500 toneladas de pólvora, cada uno produce un empuje de 1 millón 350 mil kilos. Una vez encendidos, no se pueden apagar ni controlar. El orbitador asciende, dejando la torre de lanzamiento a 161 kilómetros por hora, aunque es tan grande que desde lejos parece subir lentamente. Las vibraciones rasgan el cielo y penetran en el pecho de los observadores más cercanos, a casi 5 kilómetros de allí.

A los pocos segundos, el aparato rota y se orienta en la dirección correcta y se pone boca arriba bajo el depósito externo. En este momento, la aceleración es de solo 2,5 g, una moderada sensación de pesadez que presiona a los astronautas contra sus sillas. Unos 40 segundos después, el shuttle acelera a Mach 1, o 1.200 kilómetros por hora; 80 segundos más tarde, ha adquirido una velocidad de 5.470 kph y ha subido a una altura de 45,7 kilómetros. Entonces, los propulsores pierden potencia y se desprenden del ensamblaje, volando como misiles hasta que van a dar al mar para ser reacondicionados en un vuelo posterior.

Seis minutos después del lanzamiento, a 108 kilómetros, el vehículo apenas ha acelerado a 14.800 kph, más o menos la mitad de lo que necesita para sostenerse en órbita. Por eso inicia una ligera inclinación en picada hacia la Tierra, ganando 1.600 kph cada 20 segundos. Cuando llega a los 24.000 kph, el transbordador comienza a ascender de nuevo, hasta que, unos segundos después, ya en el espacio, alcanza la llamada velocidad orbital, o 28.000 kph.

Solo ocho minutos han pasado desde el momento del lanzamiento. Los motores principales se apagan y el depósito externo es descartado y cae hacia la Tierra para ser destruido por la fricción atmosférica. El transbordador espacial está en órbita, volando en su posición normal: boca arriba en relación con el planeta, y la tripulación se halla en microgravedad.

De vuelta a la Tierra

Tras su trabajo en el espacio, el orbitador debe regresar. El problema ahora es a la inversa: hay que deshacerse de toda esa energía acumulada en forma de velocidad. La penetración atmosférica consiste en una enorme desaceleración, durante la cual la resistencia del aire convierte la velocidad en calor.

Cuando está volando sobre el océano Índico, el comandante enciende un motor contra la dirección en que se está avanzando, el aparato frena un poco e inmediatamente inicia un vertiginoso descenso a 122 kilómetros de altura, la región donde comienza la atmósfera. El vehículo se coloca en un "ángulo de ataque", con la nariz 40 grados más arriba que el resto del cuerpo para crear resistencia y proteger sus partes más delicadas del intenso calor de la fricción atmosférica. De esta manera, son los bordes de ataque de las alas y las 24.305 tejas de sílice, silicio y carbono reforzado los que reciben el mayor impacto.

El piloto automático efectúa ahora una serie de giros en forma de S, inclinándose lateralmente en ángulos de hasta 80 grados. El aterrizaje, que puede ser tan enervante como el despegue, se efectúa a más de 322 kph, y puesto que el transbordador es básicamente un objeto planeador sin capacidad de intentar un segundo acercamiento a la pista, el comandante sólo tiene una oportunidad.

"Mejor estar muerto que verse mal", piensan al respecto los y las astronautas. Su sentido de competitividad es tan fuerte, que sus egos van por encima de sus vidas. Pero el entrenamiento de la Nasa es tan bueno, que están acostumbrados a operar en el borde del papel. Y se les nota en la mirada.

Es la misma que vi en los mellizos Kelly, cuando los conocí hace diez años: Scott, que acaba de regresar de comandar la Expedición 26 a bordo de la EEI, y Mark, el marido de la congresista abaleada Gabrielle Giffords, que ahora hace uso de esa voluntad para llevar adelante su trabajo como comandante de esta misión del Endeavour. Gabrielle ha prometido estar presente en el lanzamiento del 19 de abril. Su conmovedora historia es uno de los muchos hilos que ha entretejido la saga humana y tecnológica del shuttle.

Un aparato tan formidable como malcriado, complejo y peligroso, el enfant terrible de la ingeniería aeroespacial, hoy parece estar más tieso y erguido que de costumbre sobre su altar de hierro y concreto, como si intuyera que, cualquiera que sea la aeronáutica del futuro, el primer vehículo espacial que funcionó como lanzador, orbitador y avión será recordado como una de las obras maestras de la ingeniería del siglo XX.

La flotilla de transbordadores de la Nasa

1. OV-101 Enterprise

Fue el primer modelo y se usó en pruebas tripuladas para estudiar cómo planeaba en el aire al ser soltado desde un avión (1977), pero nunca voló al espacio. Fue bautizado con el nombre de la nave espacial de la popular serie de televisión 'Viaje a las estrellas', después de que cientos de miles de entusiastas escribieron cartas a la Nasa. Está en el Museo Smithsonian F. Udvar-Hazy, en Washington D.C.

2. OV-102 Columbia

Su primer vuelo fue en 1981. Fue bautizado en honor al buque que circunnavegó el globo por primera vez con una tripulación de estadounidenses. En 1998, voló la misión Neurolab para estudiar los efectos de la microgravedad en el sistema nervioso. Se desintegró en su regreso a la Tierra, en febrero del 2003. Voló 28 veces, pasó 300 días en órbita y viajó más de 125 millones de millas. Le dio la vuelta al planeta 4.808 veces y desplegó ocho satélites.

3. OV-103 Discovery

Su primer vuelo fue en 1984. Bautizado en honor a uno de los barcos del explorador británico James Cook. Puso en órbita el telescopio Hubble y al primer cosmonauta ruso en viajar en un vehículo estadounidense. Hizo el primer atraque en la estación rusa Mir. Llevó la primera mujer piloto de 'shuttle' y al astronauta John Glenn en su segundo regreso al espacio. El Discovery voló 39 veces, con las que cubrió un total de 148.5 millones de millas y pasó 363 días en el espacio. Le dio 5.800 veces la vuelta a la Tierra. Ninguna otra nave espacial ha sido lanzada tantas veces.

4. OV-099 Challenger

Su primer vuelo fue en 1982. Fue bautizado en honor al buque inglés que exploró los mares en el siglo XIX. En 1984, el astronauta Bruce McCandless fue la primera persona en realizar una salida espacial autónoma en una unidad de maniobra individual. Voló 10 veces y explotó durante su despegue en 1986. Viajó casi 28 millones de millas, pasó 62 días en el espacio y orbitó la Tierra 995 veces desplegando 10 satélites. Puso en órbita a la primera astronauta de EE. UU.

5. OV-104 Atlantis

Su primer vuelo fue en 1985. Fue bautizado en honor al velero del Instituto Oceanográfico de Woods Hole, que fuera el primer barco en ser usado para investigaciones marinas en Estados Unidos. Desplegó sondas hacia Venus y Júpiter, e hizo siete vuelos hasta la estación rusa Mir. Tras su último viaje, en junio, el Atlantis habrá sido lanzado 32 veces. Habrá cubierto al menos 120 millones de millas, orbitando la Tierra más de 4.700 veces y acumulando más de 300 días en el espacio.

6. OV-105 Endeavour

Es el más joven de la flotilla. Su primer vuelo fue en 1992, y fue construido para reemplazar al Challenger. Fue bautizado en honor al primer buque del explorador británico James Cook en las islas del Pacífico Sur. En el 2001, tuvo la crítica misión de instalar el brazo robot de la Estación Espacial Internacional. El Endeavour volará un total de 25 veces y acumulará al menos 290 días en el espacio, habiendo viajado al menos 115 millones de millas, orbitando la Tierra unas 4.600 veces.

Tres piezas de museo

El Discovery va para el Instituto Smithsonian

La Nasa ha dicho que le tomará varios meses tener listo el Discovery para entregárselo al Instituto Smithsonian y, específicamente, a su reputado Museo Nacional del Aire y el Espacio. Para ello, va a quitarle todos los elementos que lo hacen peligroso para su contacto con los visitantes de la institución.

Los otros dos transbordadores espaciales, Endeavour y Atlantis, han sido pedidos por varios museos de Estados Unidos, pero nada se ha definido hasta el momento.

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